¿Adónde van los chinos cuando mueren?, de Ángel Villarino (Debate)
CAPÍTULO 1: Los inmigrantes que vinieron del futuro. ¿Quiénes son y por qué deberíamos interesarnos por ellos?
Amanece y las primeras luces del alba sorprenden en la calle a millones de españoles. Borrachos, sudorosos, felices, agarrados a una bandera o a una litrona, celebran el primer triunfo de su selección en un Mundial de fútbol. Sin apenas rozarlos, Chen Lang se abre paso entre la multitud y acelera el ritmo cuando divisa la boca de metro. Él también tiene algo importante que festejar: acaba de ganar sus primeros quinientos euros en Madrid. Con una mano aprieta los billetes arrugados en el bolsillo y con la otra va contando las estaciones para saber dónde bajarse. Apoyado en la pared del vagón, repasa mentalmente la noche, sin hacer demasiado caso a la multitud que le rodea, en su mayoría jóvenes como él, pero de mirada vidriosa, demacrados por la juerga. Unos minutos más tarde, Lang entra en casa, devora una sopa de fideos precocinados y se tumba boca arriba en la litera, en silencio. Sus cinco compañeros de habitación todavía duermen.
Antes de una hora todos tendrán que ir otra vez a trabajar, pero él se deja atrapar por un sueño tranquilo y profundo, algo que no le ocurría desde que abandonó su país cuatro meses atrás. Está satisfecho.
A este ritmo, piensa, no tardará más de dos años en devolver el dinero que debe.
Fue su primo Wen quien le propuso la idea unos días antes. En la peluquería donde ambos trabajan, le explicó entre susurros algo que había oído en un restaurante, mientras escuchaba una conversación ajena. El negocio no parecía arriesgado. Otros muchos chinos ya lo habían hecho y les había salido bien. Llenarían cuatro carritos de supermercado con cervezas y comida, comprarían banderas, bufandas y bocinas. Si España levantaba el trofeo en la final, podrían ganar más que en dos semanas recortando melenas y fregando suelos.
Si la selección perdía, recuperarían parte de la inversión colocando la mercancía en los locales chinos del barrio. En su pueblo natal, en China, Chen Lang había pasado noches enteras pegado al televisor de su hermana, siguiendo las ligas europeas. Conocía el fútbol y sabía que España podía ganar. Además, en el peor de los casos, perdería una noche de sueño y cien euros. ¿Qué es eso comparado con los once mil setecientos euros que todavía debe al empresario que le ha traído hasta España?
Al día siguiente, lo tenían ya todo hablado. Apalabraron el alquiler de los carritos a un conocido que regenta un almacén, la misma persona que les suministró parte de las bebidas. Wen, con más experiencia en Europa, seguía viendo un problema. A los españoles les gusta la cerveza bien fría, pero ellos no tenían dónde refrigerar las latas y botellas. Lo discutieron unos minutos y optaron por arriesgarse, reservando algo de dinero para comprar hielo entre sus paisanos si no conseguían colocarlas templadas. Al final, no les hizo falta.
Cuando Iniesta marcó el gol de la victoria, Wen y Lang esperaban agazapados a pocas manzanas de Colón. Unos minutos después empezaron a vender. Las dudas se disiparon pronto. Daba igual que las cervezas estuvieran templadas o calientes porque se las arrebataban de las manos. Algunos clientes dejaban propina, otros no se entretenían esperando el cambio. Recibieron incómodos abrazos, un amago de manteo y zarandeos constantes, en medio de un griterío que no entendían. Una chica les dio un beso cariñoso en la mejilla a cada uno. Sin darse cuenta, recorrieron de arriba abajo calles que nunca habían visto, sintiéndose arropados por la marea humana, sin miedo a que la policía pudiese aparecer. ¿Quién iba a fijarse en ellos en medio del caos? Las únicas miradas de recelo que encontraron fueron las de sus competidores, sus compatriotas, a quienes no habían pedido permiso para ponerse a vender. Había tanto negocio por hacer que nadie se paró a preguntarles quiénes eran. Antes del alba, ya habían agotado toda su mercancía.
Para resumir lo que ocurrió aquella noche, Wen utiliza una frase que le oyó decir a otro primo suyo cuando vivía en Italia: «Cuando llueve, los laowai (guiris) buscan refugio. Los chinos buscamos paraguas para vendérselos».
La mayoría de los chinos que viven entre nosotros proceden de la misma región que Chen Lan (Zhejiang) y casi todos llegaron de una manera muy parecida a la suya: animados por sus familias, ayudados por parientes ya instalados en Europa, sin saber una sola palabra de español y sin conocer apenas nada de nuestro país. Algunos entraron legalmente, mediante reagrupaciones familiares o contratos de trabajo firmados casi siempre por compatriotas. El resto recurrió a circuitos y prácticas irregulares. Hay quien falsificó documentos o se los alquiló a otra persona, quien cubrió largas distancias en tren por la estepa siberiana y quien, haciéndose pasar por turista dentro de un grupo organizado, escapó de un hotel de Sevilla, Madrid o Barcelona en plena noche. Para costearse el viaje, muchos contrajeron deuda que quizá nunca puedan terminar de pagar, otros arruinaron a sus familias y algunos trabajaron gratis durante años.
De todos los que entraron, muchos volverán a Zhejiang con poco dinero más del que tenían cuando abandonaron el hogar. Se instalarán nuevamente en China consumidos por la incertidumbre de saber si han merecido la pena tantos esfuerzos y privaciones.
Otros tantos echarán raíces en España, alcanzarán el sueño de abrir su propio negocio y verán a sus hijos educarse en escuelas locales, convirtiéndose a menudo en los primeros de la clase. Las tiendas y restaurantes podrán ir mal o podrán ir bien. Habrá quienes consigan amasar verdaderas fortunas, sobre todo aquellos que sepan triangular sus inversiones entre China y Europa, aprovechándose de la capacidad productiva de su país y del hambre consumista de los nuestros.
Otros lo perderán todo y se verán obligados a regresar a Zhejiang con el rabo entre las piernas, soportando la vergüenza y el descrédito, incluso entre sus propias familias. Lo que no hará ninguno de ellos es pensárselo dos veces si ve una oportunidad de prosperar y ganar dinero.
En España sorprende su capacidad de prosperar. Es la única comunidad inmigrante que ha conseguido enriquecerse de manera visible, la única que ha tejido una red de intereses sólidos con instituciones y empresarios locales. De entre todos los extranjeros, los chinos son los que mejor han adaptado su olfato comercial a las costumbres españolas y quizá también los que más provecho sacan del clientelismo y la informalidad de nuestra organización social, política y económica, por ejemplo, a la hora de importar toneladas de productos sin pagar impuestos, como quedó al descubierto durante la famosa Operación Emperador en octubre de 2012, considerada la mayor actuación policial contra el lavado de capitales. Igualmente, los chinos son los únicos que compran casas en la era posladrillo y abren negocios en plena crisis. Y no solo restaurantes y bazares, sino también bares de tapas, gestorías, agencias inmobiliarias, talleres de costura, explotaciones agrícolas e incluso firmas de moda y casas de perfumes. Muchos se preguntan ¿por qué?, ¿cómo lo consiguen?, ¿Qué se traen entre manos?
Como las familias sicilianas que llegaron a Estados Unidos a principios del siglo pasado, los chinos de Zhejiang reproducen sus rígidas costumbres sociales y familiares para progresar en el extranjero.
Traen consigo su ordenado mundo confuciano, pero también una capacidad de sacrificio y alerta constante, de adaptación al medio y disposición al cambio, de flexibilidad para sortearlo todo. Solo necesitan reciclar lo que ya saben, pues todas estas virtudes son necesarias para sobrevivir y prosperar en su país. Aunque ha crecido espectacularmente en los últimos años, la China de la que se marcharon sigue siendo un lugar superpoblado y sin recursos naturales que durante siglos ha estado sometido a los caprichos de emperadores, colonos, señores de la guerra y revolucionarios asesinos.
En este contexto ya de por sí hostil, la mayoría de los chinos arraigados en España proceden de un condado donde las condiciones de vida eran bastante duras hasta que sus habitantes empezaron a emigrar masivamente. Se calcula que casi el 70 por ciento nacieron en Qingtian, un paraje rural de montañas neblinosas de las que surgen ríos y arroyos de cauces imprevisibles, sin apenas tierras de cultivo y azotado por frecuentes inundaciones que arrasan cosechas y se llevan consigo casas, ganado y personas. Quienes no crecieron allí lo hicieron en la vecina ciudad de Wenzhou, una urbe grande y próspera, famosa por la capacidad negociante de sus habitantes, a quienes se denomina comúnmente los «judíos de China». Se dice que ni siquiera durante los tiempos más duros del maoísmo se consiguió erradicar el instinto comercial de sus gentes, de suerte que muchas familias seguían produciendo, comprando y vendiendo clandestinamente en la intimidad de sus casas, en pasos subterráneos y en almacenes.
Son ellos quienes han liderado el auge empresarial chino en nuestro país, los pioneros en muchos negocios y los que de alguna manera han arrastrado a los demás.
Familia y comunidad. Lazos de sangre y de procedencia. En la estructura social de los inmigrantes chinos casi todo gira en torno a estas instituciones. Parientes y paisanos se convierten en el mejor banco para pedir dinero prestado, en los mejores jueces para poner orden, en la mejor policía para evitar enfrentamientos… Ofrecen soluciones para cada problema, y en todo caso no hay elección porque de espaldas a la comunidad no se vive. La interacción con el «mundo exterior», todo aquello que queda fuera del «ámbito chino», se limita a hacer dinero y a evitar agresiones o interferencias, ya sean robos, inspecciones o agentes de policía imponiendo las leyes locales. Estando en Madrid, Chen Lang puede levantarse en un hostal de literas regentado por chinos y desayunar en un restaurante donde cocinan las mismas recetas que en su pueblo mientras lee un periódico en mandarín con noticias sobre sus compatriotas desperdigados por Europa. Después acudirá a trabajar para un empresario nacido a diez kilómetros de su casa natal a quién otros paisanos, albañiles, están reformando el local. Los decoradores, también chinos, encargarán los nuevos muebles y la iluminación a las fábricas de Shenzhen o Wenzhou. Y si por la noche Chen Lang acude a alguna sala de fiestas, llamará a un taxi ilegal conducido por un compatriota y se emborrachará con cerveza o licores de su país. Si pierde la cabeza puede acabar en un karaoke y, como le ocurrió una vez, es posible que pague por un rato de sexo con una prostituta que también será china.
Descárgate ¿Adónde van los chinos cuando mueren?, de Ángel Vilarino (Debate)
¿Te ha gustado el fragmento?
Descárgatelo junto al resto de contenidos de la revista