“Eskoria “ de Alfredo Gómez Cerdá (SM)
1. BIRD
Nada más girar la llave dentro de la cerradura y empujar ligeramente la puerta, tuvo la certeza de que no había nadie en casa. No solo se lo revelaba la ausencia de ruidos, que era evidente, sino algo más complejo e intangible. Había llegado a pensar que se había de-arrollado en él un sentido especial, que posiblemente nada tenía que ver con los conocidos, o que, por el contrario, los englobaba a todos a la vez. Por eso, creía que podía percibir la presencia o ausencia de sus padres antes incluso de entrar en la casa. Aunque existían otras explicaciones, prefería atribuirlo a una capacidad misteriosa y desconocida que se había desarrollado en su mente.
«No hay nadie», se dijo. Y como si quisiera cerciorarse, preguntó en voz alta:
– ¿Hay alguien?
Al no recibir contestación, sonrió satisfecho. Su intuición una vez más no había fallado.
Se dirigió hacia su habitación y dejó la mochila sobre la cama. Luego se acercó a la mesa de escritorio y sacó de un bolsillo del pantalón el teléfono móvil y del otro un sobre muy arrugado, como si hubiera sido estrujado con premeditación. Colocó ambas cosas sobre el tablero, al lado del ordenador. Su vista no pudo apartarse de ellas durante unos segundos. Se mordió´ los labios hasta hacerse daño y contuvo una rabia que le salía de lo más profundo de su ser.
Finalmente, consiguió apartar la mirada de la mesa
Y respiró varias veces en profundidad, tratando de recobrar la calma, que era el estado donde mejor se desenvolvía. Sabía que lo más importante era ser fuerte, muy fuerte, más fuerte que los demás, más fuerte que todos juntos. Solo así podría resistir. Y ser fuerte pasaba necesariamente por no perder nunca la calma.
Se quitó los zapatos y los coloco bajo la cama, de donde sacó también unas zapatillas amplias y cómodas.
Colgó la cazadora en una percha y la guardó en el armario. Luego se sentó sobre el colchón y, como si fuera la primera vez que la veía, observó detenidamente su habitación. Le sorprendió lo ordenada que estaba: no había nada tirado, y cada cosa parecía ocupar el sitio exacto que le correspondía. No necesitaba buscar ninguna explicación, pues de sobra sabía que solo él era el responsable de aquel orden. Quizá sus padres le habían enseñado a ser ordenado desde pequeño, pero lo cierto era que se sentía a gusto así. Además, le parecía más cómodo y práctico ser ordenado. De esta forma siempre localizaba lo que quería y no perdía tiempo en búsquedas absurdas e infructuosas.
Recordaba habitaciones de algunos compañeros que más bien parecían leoneras, donde reinaba el desorden más absoluto, donde la ropa estaba desparramada por las sillas, la cama y el mismísimo suelo; donde las paredes estaban recubiertas de carteles de jugadores de fútbol, de cantantes clónicos, de dibujos manga, de recortes de revistas, de medallas ganadas en alguna competición deportiva; habitaciones con los armarios abiertos, donde la ropa y los más diversos objetos se disputaban el espacio a puñetazo limpio; habitaciones donde solo había libros de texto y música pirateada por ordenador; habitaciones donde olía a pies y a sudor, a pesar de que todas las semanas cambiasen las sábanas de la cama. Pensó entonces que a lo mejor ese era el motivo de todo lo que le estaba ocurriendo, y que la solución era mucho más sencilla de lo que imaginaba: bastaría con convertir su ordenada habitación en una leonera. Tendría que descolocar todo el armario, tapizar las paredes con carteles de cosas que le resultaban indiferentes, renunciar a esa estantería abarrotada de libros y meter su colección de discos en una caja y bajarla al trastero.
Luego, podría entretenerse colgando los calzoncillos de la lámpara o los calcetines sucios del pomo de la puerta. Eso sí : tendría a también que renunciar a pensar, a razonar, a reflexionar… ¿Por qué esa manía suya de analizar todas las cosas y, sobre todo, esas cosas que nada tenían que ver con lo cotidiano? ¿Por qué no se pasaba las horas mirándose el ombligo, como los demás? ¿Por qué no se limitaba a reventarse espinillas delante del espejo y, de paso, observaba si el último piercing había quedado en el sitio que deseábamos?
A veces no ansiaba nada tanto como sentirse uno más, como pasar desapercibido en medio de un grupo de chicos y chicas de su edad. Lo deseaba de verdad, con todas sus fuerzas. Vestir la misma ropa, aunque le resultase incómoda y hasta ridícula; hablar la misma jerga, aunque con ella no pudiese explicar ni la mitad de las cosas que sentía; beber los fines de semana los mismos combinados, aunque acabase vomitando abrazado al tronco de un árbol; dejarse martillear los oídos por esa música que salía de los enormes altavoces de un coche con el maletero abierto… En definitiva, dejarse llevar, dejarse llevar, dejarse llevar… No le importaba que esa corriente impetuosa acabase con su propia personalidad, con sus principios, con sus ideas, con sus gustos… No le importaba. Había ocasiones en que no le importaba.
Pero siempre que le asaltaban estos pensamientos, cada vez con más frecuencia, su mente acababa rebelándose. Tenía la sensación de que una voz misteriosa le gritaba dentro de su cerebro y le reafirmaba en sus convicciones. Porque él –y sabía que esto le diferenciaba de la mayoría- tenía convicciones. Y notaba que esas convicciones crecían dentro y se hacían fuertes y sólidas. Eran esas convicciones las que le estaban haciendo de una forma y no de otra. Pero a su edad… ¿merecía la pena tener convicciones propias
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