- Parpadeos
Todo el mundo sabe lo que es parpadear: abrir y cerrar repetidamente los párpados. Cuando decimos que todo el mundo lo sabe, no es solo una forma de hablar, no es como decir todos mis amigos o toda mi ciudad. Todo el mundo es todo el mundo, porque todas las personas de todo el planeta Tierra parpadean. Y todos lo hacen igual. Siempre ha sido así. Durante la historia de la humanidad han cambiado muchas cosas: la forma de vestir, la forma de divertirse, la forma de construir y la forma de destruir. Pero la forma de parpadear, no. Parpadead un par de veces. ¿Ya? Pues igual que vosotros lo habéis hecho se parpadeaba hace mil años, o hace cien. Y, lo que más nos interesa para esta historia, hoy en día nosotros parpadeamos igual que se parpadeaba en el año 1932. En 1932 sucedieron un puñado de grandes cosas y, como todos los años, miles de pellizcos de 14 cosas pequeñas. La mayoría de la gente asume que las cosas pequeñas no suelen aparecer en el periódico y las grandes sí. Pero eso no es del todo cierto. Todos los días los periódicos publican multitud de anuncios, noticias y artículos que nadie o casi nadie lee. Aparentemente no tienen importancia, pero se publican porque para alguien, en algún sitio, ese pequeño texto puede tener el mayor interés.
Aquel año los diarios recogieron noticias importantes, como la celebración de los juegos olímpicos o el primer intento de Adolf Hitler de hacerse con el poder en Alemania.
Ambos son sucesos importantes, sí, pero para esta historia, no.
Para esta historia interesa un escueto anuncio aparecido en la esquina de la penúltima página de L’Herald des Arcs, un periódico de provincias francés. El 10 de abril de 1932, una marquesa, un conde y dos barones se presentaron en la casa de la joven-cita Eugéne Chignon y le insistieron en que leyera ese anuncio.
Aunque, como hemos dicho, todos los parpadeos se parecen, no siempre se parpadea por la misma causa. Se puede parpadear porque se nos ha metido algo en el ojo, porque nos da una luz muy brillante, por pena, por alegría, por ilusión o por asombro.
En este caso, la primera vez que mademoiselle Chignon leyó el anuncio en aquel diario francés parpadeó asombrada.
- Mademoiselle Chignon, institutriz
Por extraño que resulte, ese anuncio aparecido en el periódico a quien ilusionó más no fue a mademoiselle Chignon, sino a la aristocracia de la comarca donde vivía Eugéne, Les Arcs, entre cuyos nobles la posibilidad de que aquella joven consiguiera un buen trabajo en Nueva York provocó una inesperada y unánime alegría.
Aquella mañana, cuando des-cubrió el anuncio durante el desayuno, la marquesa de Puntilliste apretó entusiasmada el periódico contra su pecho, sin importarle que la tinta aún fresca pudiera manchar su collar de perlas ni su vestido.
En su biblioteca, el conde de Abôlengue lo leyó con cada uno de sus siete monóculos, incluyendo el monóculo dorado que tan solo utilizaba para leer su árbol genealógico.
El barón de Àdroite lo ensartó personalmente con uno de sus floretes, honor reservado durante siglos solo a su familia rival, los Àgauche. Cuando se enteró, el barón de Àgauche, lejos de enfadarse, hizo enmarcar el anuncio y lo colgó en el salón de retratos familiar.
Y, sin duda, hasta el siempre serio vizconde de Analphabète se hubiera entusiasmado también con el anuncio, de haber sabido leer.
Esta fue la eufórica reacción que produjo la lectura del periódico aquella mañana entre la mayoría de aristócratas de Les Arcs.
Pero ¿por qué se alegraron tanto estos distinguidos nobles?La culpa de que un pequeño anuncio en un periódico de provincias tuviera el poder de desencadenar semejante entusiasmo entre marqueses, condes y barones se encontraba repartida, a partes iguales, entre:
- a) Nuestra joven protagonista, Eugéne Chignon y…
- b) La cláusula xiii del testamento del noble más importante de la región, el difunto duque de Les Arcs.
Eugéne era la hija del mayordomo del duque de Les Arcs, e hizo compañía al anciano aristócrata durante los últimos años de su vida, cuando a este ya nadie acudía a visitarle y se encontraba, además de ciego y medio sordo, casi siempre solo. Eugéne, a pesar de ser una niña, dedicó mucho tiempo a cuidar del duque. El señor de Les Arcs la recompensó proporcionándole una buena educación y, lo que fue aún mejor, incluyendo una cláu-sula en su testamento, la cláusula xiii, en la que exigía a todos los nobles de su comarca que consi-guieran empleo a Eugéne como institutriz de los hijos de las mejores familias.
En principio la cláusula xiii no parecía ofrecer mayores problemas. De hecho, cuando los nobles la conocieron, no les pareció mala idea que aquella joven bien educada instruyera a sus hijos.
Sin embargo, cuando monsieur Chignon, el padre de Eugéne, supo de esa última voluntad del duque, no pudo evitar soltar una sonora carcajada.
Descárgate Prohibido leer a Lewis Carroll ,de Diego Arboleda. Ilustraciones de Raúl Sagospe (Anaya)
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