Cuando todo estalló, la periodista y escritora LlucIa Ramis (Palma, 1977) decidió poner mar de por medio y se marchó a Buenos Aires. Así nació Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (Libros del Asteroide), una novela de corte confesional, que juega con la autobiografía sin serlo. Su intención era entender por qué su generación había llegado a la situación actual. Qué había ocurrido con esa educación de autosuficiencia que nos habían otorgado nuestros padres, religiosos votantes del PSOE. Y lo hace a través de la historia de una chica que en la treintena tiene que volver a casa de sus progenitores tras perder su trabajo. El fracaso. O, como dice la autora de Egosurfing (premio Josep Pla, 2010), tal vez no. Quizá porque, como exhorta este luminoso libro, todavía quedan cosas como los afectos que aún no nos han arrebatado.
Dice que se ha callado muchas cosas con este libro pero, ¿por qué quería adentrarse en los intersticios de su vida, de su familia?
El proyecto era más ambicioso. Pretendía entender por qué mi generación ha llegado a la situación en la que se encuentra. Se supone que estamos preparados: trabajábamos mientras estudiamos, aprendimos idiomas, viajamos mucho. Sin embargo, como la narradora, parece que aquí no tengamos futuro. O volvemos a casa de nuestros padres o nos vamos a vivir al extranjero. Mis abuelos belgas llegaron en los años cincuenta a Asturias para dirigir una compañía minera; eran burgueses cosmopolitas y la posguerra no iba con ellos. A mis abuelos mallorquines les parecía que con Franco no se vivía tan mal. Mis padres eran progres. Lo que representaban se ha ido degradando, tanto la holgura económica de unos como la fe en el PSOE de otros. Incluso mi abuela –93 años y totalmente lúcida– ha dejado de votar al PP, harta de la corrupción y los recortes. Alguien dijo que quien entiende a su familia, entiende el mundo. No sé si es verdad, pero en todo caso, a la narradora le sirve para situarse en un momento de crisis en el que no sabe hacia dónde ir.
¿Hemos sido una generación acomodada que sin esta crisis hubiera seguido disfrutando de la ‘falsedad’ de la burbuja?
Más bien fuimos unos burgueses ‘low cost’: lo teníamos todo por un precio muy bajo. Ropa, packs de vacaciones, vuelos, juergas… Incluso hipotecas, aunque tuvieran trampa. Me hace gracia cuando se habla de la precarización como si fuera algo nuevo, cuando en realidad empezó hace casi veinte años, mientras yo estudiaba la carrera. No te pagaban las prácticas, luego te hacían contratos basura, luego tenías que ser autónomo para poder trabajar. Al menos en el periodismo era así. Ahora es peor, pero en cualquier caso, nunca me he considerado “acomodada”, a no ser que me acomodara a esa situación precaria. Casi todos mis ingresos son para pagar el alquiler del piso, y el resto, para tomar cañas con los amigos. De momento, no me he muerto de hambre. Creo más bien que teníamos la sensación de vivir una situación provisional que se ha prolongado demasiado tiempo.
¿Tiene la sensación de fracaso?
Más bien de cansancio. Me parece que quienes se sienten fracasados son nuestros padres, que creyeron en la Transición y el socialismo casi como en una religión y, como suele ocurrir con las religiones, nunca la cuestionaron pese al liberalismo que estaban viviendo en realidad. Para ellos, sus hijos eran la culminación de un esfuerzo, éramos su gran proyecto. Ahora ven que vivimos peor que ellos y se frustran, creen que nos haremos viejos sin haber sido adultos. Añádele el techo de cristal que su generación representa para la nuestra. Nosotros nos espabilaremos, como hicieron nuestros abuelos, y como ha hecho toda la Humanidad ajena a esa breve ilusión que fue la sociedad de bienestar.
¿Hasta qué punto ha estado presente la frontera entre el pudor y el desnudo?
Bueno, ése también era un reto: quería mostrar la desnudez de una familia sin caer en el exhibicionismo ni faltarles al respeto.
¿Qué ha visto en usted al retratarse como una niña y adolescente, al adentrarse en sus recuerdos?
Que he evolucionado muy poco. Sigo siendo la misma inmadura sentimental que escribe por pura insatisfacción y no ha aprendido que no se puede tener todo, y que no siempre conseguirás lo que te propones, aunque te esfuerces, porque no depende sólo de ti.
El libro me ha parecido una carta de amor, un homenaje a su familia. Es curioso, pero apenas hay trapos sucios, todo lo contario a lo que sucede con este tipo de libros en otras literaturas (principalmente la anglosajona). ¿Es algo consciente o incluso generacional? Al fin y al cabo nuestros padres nos han educado con una “libertad” que anteriormente no se daba.
Es consciente, pero no sé si generacional. No me interesaba contar la clásica historia de los conflictos familiares, sino de la herencia de unos valores, una educación, una manera de ver las cosas y de actuar, que no tiene por qué ser la correcta, pero es la que reconocemos como buena. Tampoco busco culpables. Intento ser analítica. Cuando crees que lo has perdido todo, siempre te queda la familia: te guste o no, formas parte de ella. Puede ser un refugio, pero también es un lastre.
Al hilo de la anterior pregunta también se observa algo en su libro: a pesar de las “peleas” que puede tener con sus padres, en el fondo no hay una ruptura como la que podía haber en generaciones anteriores. Parece que nosotros tenemos una relación más cercana con nuestros padres que la que ellos podían tener con nuestros abuelos.
Sí, quería reflejar cómo han cambiado las relaciones entre padres e hijos. Antes eran piramidales, existía un principio de autoridad. Luego la comunicación empezó a ser de tú a tú, y ahí se acabó la inocencia. Nos lo explicaron todo desde pequeños. Sin secretos, no hay fantasmas; tampoco grandes descubrimientos ni revoluciones. Vimos cómo el Challenger se estrellaba en directo como también vimos muertos de hambre o en las guerras por la tele. Hay una voluntad de gustar a tus mayores y una dificultad a la hora de quererlos incondicionalmente. La narradora y su padre discuten mucho, pero es la comunicación que han establecido. En cambio, la familia belga es más fría, no han logrado ese código porque las normas son más estrictas. A mí me educaron para que fuera libre e independiente, incluso para ser feliz. Pero tanta autosuficiencia hace que, a menudo, te sientas sola. Y bueno, lo de la felicidad es de traca: toda la vida oyendo que tenemos que ser felices, y para lo único que sirve es para que algunos hagan negocio con los libros de autoayuda.
La protagonista es una chica que vuelve a casa de sus padres por la crisis, por haberse quedado sin trabajo, por ver cómo todo su mundo se hundía. ¿En esta novela trata de exorcizar sus propios demonios?
No, yo nunca volví a casa de mis padres, sino que me fui a Buenos Aires, muy lejos, para poder mirarlo todo con distancia y desde otra perspectiva. Allí las crisis forman parte del folclore. Pensé que Mallorca era una buena metáfora de las familias (refugio y encierro), y de la sensación de volver a un lugar que ya has dejado atrás. Mientras ese regreso sea voluntario, perfecto; ahí están la nostalgia y las vacaciones de verano. Cuando es obligado, cuidado, porque una isla está rodeada de mar y no hay modo de escaparse. Se te queda pequeña, como tu habitación de infancia. Estás otra vez en la casilla de salida, pero te estás quedando sin energía.
El título, que toma de un poema de Gimferrer, evoca una sensación de: ‘aquí se acabó todo lo bueno’, como lo es la época de la infancia. ¿Ha tenido usted ese despertar?
El libro no es pesimista. Quiero decir: “Lo que murió con las bicicletas” no tiene por qué referirse a lo bueno, sino a una cierta despreocupación infantil de veranos infinitos. Tal vez nos gustaría empezar a ser adultos, pero carecemos de medios para ello. Ni siquiera nos hemos entrenado. Por otra parte, nos estamos quedando sin excusas. No podemos seguir con el rollo de los niños perdidos porque no cuela. Como dice Meredith Haaf, dejemos de lloriquear.
Vuelta a casa de los padres, exilio. ¿Qué consecuencias puede tener para esta generación este fraude? De alguna manera, la generación de nuestros padres a los 30 ya estaba emancipada, tenía hijos…
Socialmente está mejor visto que te hayas separado y tengas hijos, a que no los tengas por simple responsabilidad. ¿Cómo vas a mantenerlos, si ni siquiera sabes cómo llegar a fin de mes? Los solteros seguimos bajo sospecha, somos raritos, algo habremos hecho mal. Jamás me hubiera metido en una hipoteca, ni en ningún compromiso que no puedo cumplir. Eso me convierte en alguien coherente, vale. Pero también hace que no tenga nada. Lo bueno es que, por no tener, tampoco tengo deudas. Por otra parte, nos hemos vuelto tan individualistas y estamos tan acostumbrados a la obsolescencia, que le tememos al amor porque, a la larga, sólo puede hacernos daño. Ahora dime cómo se sostiene una sociedad así. Y hasta cuándo.
¿La familia sigue siendo al final el lazo al que agarrarse?
A eso voy: a este paso, pronto dejaremos de tener familias. Entonces qué. (Ahora parezco de la liga antiabortista, o algo así; ¡nada más lejos de mi intención! Supongo que son los restos de haber ido a misa hasta los catorce años y haberme enrollado con mi catequista de confirmación)
¿Intentó con este libro aportar algo de oxígeno, de luminosidad ante los tiempos que vivimos?
Cuando estás en crisis (ya sea personal, social o económica), tiendes a ponerte tremendista y apocalíptica porque no ves una salida. Sólo nos fijamos en lo que estamos perdiendo por culpa, en buena parte, de una pésima gestión política. ¿Pero por qué no hacerlo al revés? ¿Por qué no darnos cuenta de lo que no podrán arrebatarnos nunca, aunque algunos pongan todo su empeño en ello? Como por ejemplo la educación, o unos valores sociales, o el afecto, o la ética. Pese a la angustia, me siento afortunada y agradecida. Llámame iluminada, ingenua, naif. Antes me llamaban postcínica, y eso tampoco me llevó a ninguna parte.
Descárgate Todo lo que una tarde murió con las bicicletas de Llucía Ramis (Libros del Asteroide)
¿Te ha gustado la entrevista?
Descárgatela junto con el resto de contenidos de la revista