El argentino Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) tiene ya un nutrido de novelas publicadas en nuestro país. Historias que se mueven en el género negro y en las que siempre hay un debate en torno a la maldad del ser humano, al egoísmo y lo más misérrimo de nuestros actos. Uno de sus últimos relatos es ‘Carne y uña’, publicado en formato electrónico por Sigueleyendo. En él compone una trama que versiona el cuento de El soldadito de plomo y que transcurre en un pequeño pueblo de Extremadura. Un posible crimen, dos enamorados y tensiones familiares se entretejen en este texto en el que vuelve a asomar lo grotesco de alguno de nuestros comportamientos.
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Carne y uña es una reinterpretación del cuento de Andersen, El soldadito de plomo. ¿Por qué se te ocurrió esta nueva versión?
Era uno de los requisitos excluyentes de la colección: escribir una historia para adultos partiendo de un clásico infantil. Una idea acertadísima de Sigueleyendo: retomar aquellas imágenes tan ligadas a la tradición oral y con las que varias generaciones dimos nuestros primeros pasos en la lectura. Con todo, no me parece que el cambio en la situación retórica convierta estos cuentos en cuentos negros (otro de los requisitos) por la sencilla razón de que los cuentos infantiles son todos crueles y viles y extremadamente negros. Desde Caperucita Roja hasta Hansel y Gretel, pasando por Pinocho, Blancanieves, La bella y la bestia, Barba Azul… Me decidí por El soldadito de plomo porque experimenta uno de los desenlaces más brutales: morir por amor junto a tu amante, morir del modo más terrible: sufriendo y con la suficiente lucidez como para entender que te estás muriendo.
La acción está localizada en un pueblo de Extremadura. Un lugar de 6.000 habitantes donde se produce un trágico suceso. ¿Qué te interesaba en el hecho de adentrarte en uno de estos lugares tan ‘microclimáticos’?
Como sucede en la mayoría de la obras de ficción, los autores buscamos escenarios acordes a las historias que pretendemos contar. Cuando me vino a la mente Carne y uña, quiero decir los hechos pero también los personajes, entendí que eran indispensables un par de elementos: que existiera un fuerte vínculo entre dos familias vecinas –un vínculo generacional–, y que el suceso trágico no excediera demasiado los límites de lo regional, de lo microclimático. En ambos casos necesitaba, por decirlo de algún modo, hermetismo. Enseguida deduje que un pueblo pequeño cercano a una ciudad pequeña cumplía los requisitos. Todo lo demás entra en el curioso juego de las casualidades. Por ejemplo: ese verano, cuando escribí el cuento, estaba con mi familia en Cáceres (media historia ocurre en el polígono industrial de Cáceres, incluida la tragedia propiamente dicha). También supe, de primera mano, que Arroyo de la Luz era un pueblo con muchísimas leyendas negras. Me hizo ilusión, en ese momento, que la ficción ocurriera allí.
El periodista que acude a desentrañar este suceso descubre que está lleno de desencuentros familiares. Como argentino, ¿crees que aún existe este mito de la ‘España negra’?
Sí, como extranjero –y sobre todo como autor– me llama mucho la atención la cantidad de sucesos trágicos, algunos increíbles –aun mirándolos desde la ficción– que conforman ese mito, que a mi juicio forma parte del ‘ser nacional’ de este país. La mayoría de los individuos que llevan a cabo estos sucesos son personajes cuya oscuridad me resulta altamente literaria. Cuando tenía once o doce años, sin que mis padres lo quisieran, vi en televisión El crimen de Cuenca: estuve semanas sin poder quitarme la película del pensamiento, sin poder despegarme de esos rostros y de ese ambiente.
Al leer el relato he pensado en los asesinatos de Puerto Hurraco. ¿Estaban en tu cabeza a la hora de escribirlo?
La verdad, no. Creo que los episodios de Puerto Hurraco han teñido injustamente a toda Extremadura con el peligroso tinte de la generalidad. Esos hermanos desquiciados podrían haber vivido –y por lo tanto haber hecho lo que hicieron– en muchas otras zonas de España, incluso en la actualidad. Con Las Hurdes sucede algo parecido. Tal vez diga esto desde el cariño que le tengo a esa región. Lo cierto es que no me gusta nada que en el inconsciente colectivo español, Extremadura signifique La matanza de Puerto Hurraco y la falta de yodo de Las Hurdes.
¿El ambiente rural permite más juegos para el escritor de novela negra que el urbano? O, ¿qué otros juegos literarios permite?
Cualquier escenario es absolutamente válido para contar una historia negra porque el mal está en todos lados. El ser humano es el mal en sí mismo y allí donde vaya, donde interactúe, probablemente exista el mal. Me atrae mucho la idea de que la familia, como primera institución, sea el origen de esa malicia. Mi primera novela, La mala espera, es una novela estrictamente urbana, callejera, filosa en tanto relaciones sociales clásicas de una gran ciudad. Moravia, sin embargo, se desarrolla en ambientes campesinos, en la Pampa más profunda. Y en ninguno de los dos casos tuve inconvenientes para generar situaciones ruinosas y personajes llenos de maldad o de odio. Por supuesto que cada uno de esos ambientes tienen sus propios atributos y permiten construir escenas impensables en el otro.
El reporte de los crímenes en la literatura, por muy insólitos que sean, ¿nos ayudan a entenderlos?
Yo creo que ante semejante barbaridad –la barbarie es inherente al crimen–, cualquier apoyo externo, cualquier explicación adicional, cualquier giro narrativo, es poco para acabar de entender lo sucedido. Sin embargo, la literatura, quiero decir la ficción, tiene la original capacidad de inventar, de imaginar y, por lo tanto, de suponer. Hagamos algo, un cambio de foco: dejemos de ser opinión pública para ser, por un momento, los hermanos Izquierdo en aquella noche de agosto de 1990. ¿Qué pensaban exactamente mientras iban hacia la plaza del pueblo con la certera voluntad de usar sus escopetas? Esa voz en primera persona, por más ficción que sea, puede serlo todo. Explicaba Juan José Saer que ‘ficción’ no equivale a ‘mentira’. Apuesto todos los días de mi vida a esta afirmación.
¿Y a entender la maldad del ser humano?
La literatura, el cine, el teatro, y cualquier otra forma narrativa incluida la oralidad, suelen abordar ejemplos de malicia extrema o más o menos extrema. El objetivo de este proceso comunicacional se basa en la comprensión y es el receptor quien decide si se ha logrado. Como he dicho antes, puede que entendamos ciertas mentes humanas desde la ficción, porque la ficción no es ‘lo falso’. Aún así, tengo una disputa personal con el concepto de maldad: somos malditos desde antes de nacer, desde que estamos en el útero de nuestra madre. Al salir fuera sólo nos queda perfeccionar ese atributo. Y está claro que lo hacemos con estupenda pericia.
¿Por qué piensas que estos crímenes, en los que suelen entrar las pasiones de una forma embrutecida, tienen tantos lectores? En la prensa suelen ser las noticias más leídas…
Porque somos pasionales hasta la imbecilidad y porque vivimos en una sociedad bruta y desquiciada y absurda, y porque todo lo que tenga que ver con el mal, con el daño, con la desgracia y el dolor del prójimo, nos atrae incondicionalmente. ¿Con qué sentido, si no, se siguen contando historias sobre Auschwitz?, no sobre Auschwitz, vaya, sobre cómo envenenaban a la gente con Ziklon B, cómo caían al suelo y cómo eran las carretillas en las que se los transportaba luego? Recordamos el nombre del gas mortal con mejor predisposición que el mes en que Hitler invadió Polonia. Estos son los ejemplos que desvelan todos los porqués. Nos gusta mucho saber del mal, demasiado como para decir que no es parte de nuestro ADN. A esta altura ya no es creíble que insistamos con las metodologías –me refiero al detalle– de los torturadores argentinos en aquella noche negra de Videla y sus secuaces. Eso ya no es sustentar la memoria. Eso es otra cosa.
En los últimos tiempos vemos casos en la prensa de “crímenes” imbuidos de una estética cutre, o de comportamientos donde habita la cutrez. Y me refiero a casos como los de Urdangarín o el más reciente de Amy Martin. Es como si todo se hubiera vuelto grotesco, feo y raro. Como escritor, observador de la realidad, ¿qué te dicen este tipo de comportamientos?
Pues certifican varias de las ideas que expuse más arriba. Somos parte de una sociedad miserable, pérfida, tramposa, regida casi completamente por la variable económica. Somos cutres, sí. Y también feos. Ya no nos produce vergüenza casi nada y ese dato es de muy mal agüero. No somos honestos porque ser honesto ya no se lleva y el que lo es –o lo intenta– pierde todos los partidos por goleada. Nos quejamos –no tanto, por cierto– de la clase política, de nuestros dirigentes, y olvidamos todo el tiempo que ellos no sólo están ahí por nuestra voluntad, sino que son el producto más refinado de la sociedad. No merecemos seguir vivos, la humanidad, digo. Cada vez adhiero más a esa escalofriante declaración de José Saramago.
Por cierto, este relato sólo está publicado en versión electrónica. ¿Una forma de llegar a más público o a un público diferente?
Una forma de llegar como cualquier otra porque todavía no hay tanta gente que utilice de modo habitual dispositivos electrónicos de lectura. Los autores publicamos para que se nos lea, más allá del soporte. Digo esto porque no sé si nos paramos a pensar –al menos yo no– en qué formato nos viene mejor o con qué soporte llegaríamos a más lectores. En el caso puntual de Carne y uña, sé de mucha gente que no habría podido acceder al texto de no haber estado en edición digital. Me refiero a Latinoamérica y también a la comunidad hispanoparlante que vive en Estados Unidos. De todos mis libros editados en papel, sólo dos están distribuidos en Argentina. Algunos amigos de la adolescencia, los del barrio sobre todo, me leen en e-readers y de vez en cuando me lo recuerdan y yo, de vez en cuando, le digo que no les creo.
Carne y uña
Marcelo Luján
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