Foto (CC) Roberto Cacho
Este texto es un extracto de Una noche en Amalfi, de Begoña Huertas. (El Aleph)
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Mundus vult decipi, ergo decipiatur
[«El mundo quiere ser engañado, pues será engañado»]
¿Petronio?
1
Bajo el sol de mediodía el puesto de bebidas estaba rodeado de gente ansiosa por comprar algún refresco. Mientras intentaba hacerse un hueco, Sergio buscó a su mujer con la mirada, a lo lejos. La había dejado sentada sobre una de las maletas, bajo la mínima sombra de un poste informativo y mareada por un dolor de muelas. El bullicio en el muelle le impedía verla pero al fin, entre el paso de un grupo de turistas y otro, consiguió atisbarla unos segundos. Su blusa blanca y la sobriedad de su falda recta contrastaban con los vestidos sueltos, pareos, gorras, chanclas y bermudas estampadas de la mayoría de los otros veraneantes. Sin embargo Lidia tenía mala cara, y él deseó no tardar mucho en poder llevarle una botella de agua.
El puerto Beverello de Nápoles estaba rebosante de personas que esperaban el ferry hacia la costa amalfitana o las islas. El mar semejaba un caldo denso, una superficie casi sólida que hacía rebotar el sol como un espejo. La gente, atrapada entre los ladrillos tiznados del Castel Nuovo y el agua cegadora, parecía ansiar la llegada de cualquier barco para salir corriendo.
Sergio regresó sonriente junto a Lidia, con una botella fresca de agua y un té helado. Ella, apenas alejada unos metros del tumulto, doblada sobre sí misma y con la cabeza gacha, tecleaba algo en su móvil y no le vio llegar.
—Toma un poco de agua.
Lidia se sobresaltó y agarró la botella, murmurando algo que Sergio no pudo entender porque en ese mismo instante sonaba la sirena de una embarcación que se acercaba a puerto.
Una vez más se formó un revuelo en el que los turistas se preguntaban unos a otros, con aprensión y esperanza, por la ruta que cubriría el barco recién llegado. La intensidad de la luz hería los ojos y los termómetros marcaban 38 grados. Todo el mundo tenía calor y ganas de irse de allí.
Tras un par de falsas alarmas en las que los pasajeros con destino Amalfi —Sergio entre ellos— se agruparon en el embarcadero equivocado, se confirmó que el muelle que les correspondería sería el número tres. Sergio corrió de nuevo a la precaria sombra donde se encontraba Lidia, y ambos se dirigieron al punto de embarque. La multitud esperó inquieta a que el barco hiciera las maniobras necesarias de atraque, después entró en tromba y se fue acomodando.
El joven matrimonio encajó las dos maletas en el estrecho portaequipajes y se sentó uno al lado del otro, frente a una mesa amplia y dos plazas vacías. Al rato una corpulenta señora italiana, con una pamela de paja sobre su pelo canoso recogido en un moño, ocupó uno de los asientos frente a ellos, el de la ventana, dejando su pequeña bolsa de viaje sobre el asiento contiguo.
—Está ocupado —dijo en italiano a un hombre que amagó con sentarse a su lado. Y sin embargo durante todo el trayecto allí no se sentó nadie.
A medida que se alejaban de la bahía, Sergio intentó identificar el Vesubio, y luego Pompeya, pero le resultaba difícil. Tampoco Lidia, sin mucho entusiasmo, pudo ayudarle a situarlos. La señora italiana, quitándose la pamela y reajustando las amplias mangas de su blusa de gasa, miró a los dos jóvenes y decidió echarles una mano. Se presentó como Francesca Capotondi. Sergio escuchó encantado sus indicaciones e intercaló, aquí y allá, algunas exclamaciones de admiración. Lidia se limitó a sonreír agradecida.
Una vez que abandonaron la bahía de Nápoles, el ferry cobró velocidad. Las olas salpicaban el cristal de las ventanas de manera que apenas se podía ver nada del exterior. Sobre la mesa Sergio había dejado dispuesto el libro que había comenzado la noche antes, durante el vuelo, pero en ese momento no tenía ganas de ponerse a leer. Reparó en las zapatillas marrones con rayas azules de su mujer, que apoyaba una pierna sobre la otra. No se las había visto nunca y le resultaron muy bonitas, como todo en ella. Lidia había sacado su portátil y parecía concentrada, seguramente en el informe que, según le había dicho, tenía que enviar esa misma tarde a la agencia. Mientras tanto, la señora italiana se mostraba inquieta intentando llamar la atención de algún empleado del barco. Al fin uno de los hombres de la tripulación, que controlaba con indolencia que todo iba bien paseando pasillo arriba y abajo, se acercó a ella.
—Sarebbe così gentile da servire un gin tonic, per favore? —El empleado la miró estupefacto. Después señaló la barra de bar en el extremo de la cabina. Ahí podría pedir lo que quisiera, agregó forzando una son risa.
La señora le agradeció la indicación pero insistió en que prefería pedírselo a él y que se lo sirvieran allí en el asiento. No había servicio de mesa, repuso el hombre. Francesca Capotondi apenas frunció el ceño, como si estuviera habituada a ese diálogo. Miró a su alrededor. Localizó a un niño de unos doce años que había observado toda la escena y en cuanto sacó de su monedero un billete y le hizo un gesto, él dio un brinco y se plantó a su lado. A los pocos minutos había un gin tonic encima de la mesa, frente al libro de Sergio y el portátil blanco de Lidia. Viendo la reluciente rodaja de limón en el líquido burbujeante y aromático, a Sergio le entra ron ganas de beber algo, un vino fresco, quizás un dry martini. Sería lo primero que haría nada más llegar al hotel, pensó. Se recostó feliz en el respaldo, esa era una fantástica perspectiva de futuro. Cogió su libro y se quedó un rato mirando la tipografía del título y el diseño de la portada, Cómo funciona el cerebro. Se trataba de una elegante helvética en negro sobre un fondo blanquecino que simulaba una red neuronal. No estaba mal. Lo abrió por el marcapáginas y se dispuso a leer.
Unos minutos más tarde la italiana dormía satisfecha y profundamente. Lidia seguía enfrascada en su portátil y parecía cada vez de peor humor. Sergio supuso que no le estaba resultando fácil el informe que debía enviar y decidió no molestarla. Sacó su teléfono móvil con la idea de mandar un mensaje a su madre, que se había hecho cargo de Guille. Abuela y nieto estarían disfrutando de aquellos días juntos, como siempre. Tenía mucha suerte de que fuera así, de que su madre recibiera como una alegría las frecuentes temporadas que el pequeño se quedaba con ella, y también de que el niño viviera feliz esa situación inusual de tener dos madres, dos casas. Después escribió otro SMS a sus compañeros de departamento. Ya les había enviado uno al aterrizar en Nápoles, pero es que el revuelo que imaginaba formándose en la sala del café aumentaba el placer de sus vacaciones. Escribió «Tomando un gin tonic en el barco rumbo Amalfi», le pareció un eslogan estupendo y lo envió con una sonrisa de satisfacción.
Llevaban más de una hora de viaje cuando observó que muchos pasajeros iban y venían por la cabina y desaparecían de sus asientos por un largo rato. Tardó en darse cuenta de que era posible salir a cubierta. Realmente las ventanas sucias y continuamente mojadas por las pequeñas gotas no permitían ver nada. Él estaba viajando allí sentado como si fuera en el metro. Se avergonzó de su ignorancia aunque esta no hubiera sido visible para nadie, y le comunicó a Lidia, sentada en la butaca del lado del pasillo, su deseo de salir. Ella se levantó para dejarle pasar pero no quiso acompañarle.
El ensordecedor ruido del motor le sorprendió nada más abrir la pesada puerta de cubierta. Con dificultad, a causa del balanceo, consiguió llegar agarrándose aquí y allá hasta un hueco vacío en la barandilla, entre otros pasajeros. El viento le tiraba el pelo contra la cara y la intensidad de la luz le impedía abrir los ojos al completo. Así, apartándose los mechones enloquecidos y haciéndose sombra con la mano, consiguió ver el espectáculo de la montaña grisácea cayendo en picado al mar. La visión fue como la de un animal visitado en un safari. Era una presencia brutal que todos admiraban desde lejos. Una ballena mineral. De vez en cuando, en las pronunciadas pendientes, se veían grupos de pequeñas casas blancas, apelotonadas unas a otras como si se estuvieran protegiendo juntas de alguna amenaza externa. Sergio miró a un lado y a otro para obtener una visión completa del panorama. La violenta espuma que se formaba bajo el barco daba paso a unas aguas tranquilas de color esmeralda. Más allá algunos grupos de gaviotas flotaban sobre el agua dejándose mecer por las olas. A lo lejos podía verse Capri. Le dio rabia no poder compartir aquel momento con Lidia y barajó la posibilidad de ir a buscarla, pero recordó el dolor de muelas, y el trabajo, en fin, mejor no agobiarla. Por otro lado, ella estaba acostumbrada a viajar. En realidad, trabajando como planner para diversas multinacionales no hacía otra cosa, así que también era lógico que no sintiera la misma excitación ni la misma sensación de novedad que él. Claro que no estaba seguro de que sus viajes pudieran considerarse viajes en sentido estricto porque eran desplazamientos de trabajo. Aspiró el aire del Mediterráneo y sintió las gotas saladas golpear su rostro, la brisa fresca. Todo aquello era vigorizante, maravilloso. Pensó que debía registrar esa sensación y los estímulos que la provocaban porque podía serle muy útil para proponerlo en próximas campañas.
Sin que él lo advirtiera, había ido aumentando el número de pasajeros en cubierta. El barco se aproximaba a Positano y nadie quería perderse aquella vista. Las cámaras estaban dispuestas para fotografiar la escena. Los dedos anhelantes por eternizar lo que verían los ojos apenas durante unos segundos. A lo lejos, Positano colgaba de la montaña, resplandeciente a la luz del sol y reflejándose en el agua. La doble imagen luminosa mostraba la cúpula brillante de la catedral concentrando a su alrededor el trazado de las calles. El barco fue disminuyendo su velocidad y los turistas pudieron hacer una completa secuencia fotográfica del acercamiento. Hubo quien lo grabó en vídeo. Sergio había olvidado la cámara en el asiento, pero gracias a ese descuido se sintió especial, como si no fuera un turista cualquiera.
Positano no era su destino. Ellos debían bajar en el siguiente puerto, el de Amalfi. Previendo un desbarajuste de gente con maletas entrando y saliendo, regresó apresuradamente junto a su mujer, abriéndose paso con dificultad entre los pasajeros más impacientes que, con sus equipajes ya preparados, esperaban a desembarcar.
Llevaban detenidos un rato sorprendentemente largo en el puerto de Positano. Los muchos pasajeros que tenían aquel lugar como destino ya habían desembarcado, y los pocos que desde allí se dirigían a Amalfi ya habían subido a bordo. El ferry, sin embargo, continuaba amarrado en el muelle y con el motor parado. Al fin una voz anunció por megafonía alguna incidencia. Sergio y Lidia entendieron que había algún problema, aunque no llegaron a estar seguros ni les quedó claro los detalles del asunto. La mujer italiana sentada frente a ellos les sacó otra vez de dudas: el motor registraba fallos y no podían continuar el viaje. Se pedía a los pasajeros que desembarcaran y esperaran en el muelle el siguiente ferry.
El mensaje se repitió varias veces por megafonía. Los propios pasajeros lo pasaron unos a otros en varios idiomas, intentando explicarse lo ocurrido. El personal de a bordo recorrió los pasillos repitiendo las órdenes. Confusa al principio, la gente se lanzó después a abandonar el barco con la misma prisa inquieta con la que se había subido a él. Francesca Capotondi frunció el ceño de la misma manera casi imperceptible que lo había hecho en el episodio del gin tonic, y sin dejar entrever demasiada contrariedad hizo una llamada y organizó con alguien un plan para un aperitivo en Positano. Lidia ya se había puesto en pie. Por su gesto, las muelas debían de estarla matando.
Arrastrando sus maletas, la pareja atravesó con dificultad el barullo de gente que se había formado en el muelle. Era imposible encontrar un lugar tranquilo en el que no tuviera uno que apartarse para dejar paso a alguien, de manera que caminaron unos metros y se detuvieron sin más. El bed & breakfast en el que habían reservado una habitación estaba en Conca dei Marini, más cerca de Amalfi que de Positano, según el mapa que sostenía Sergio. Pero dada la situación, no era descabellado, planteó Lidia, coger allí un taxi que les llevara directamente hasta el hotel. Sergio repuso que aquel gasto le parecía un derroche innecesario cuando tenían una plaza asegurada y gratis en el próximo ferry, pero entonces ella se burló de él y de su empeño ahorrador. Sergio volvió a la carga arguyendo que el coche podría costarles una barbaridad. Finalmente discutieron.
En el calor sofocante de la tarde, ambos sudaban. La situación era muy incómoda. Alrededor de ellos la multitud iba y venía, cargando con voluminosos equipajes, recién llegada o a punto de marcharse. A estos viajeros se sumaban además personas en bañador que tenían aún la arena de la pequeña playa pegada en el cuerpo y que pululaban por el paseo, en busca de un lugar donde tomar algo fresco o quizás camino de la penumbra de un hotel. Tal vez fue el contacto indeseado con los cuerpos semidesnudos o el contacto igualmente brusco y desagradable de las maletas, el caso es que llegó un momento en que Lidia pidió, casi exigió, con cierto deje histérico, coger el taxi. Sergio claudicó y se dispusieron a buscar un coche.
El muelle estaba en el corazón de Positano, en una zona peatonal donde no había carretera ninguna. De hecho todo el pueblo, excepto los márgenes superiores en la montaña, era peatonal. El joven matrimonio se puso en marcha y se encaminó hacia arriba. Tras el tumulto del puerto, pasaron frente a grandes terrazas con decenas de mesas ocupadas llenas de refrescos y pizzas. Subieron después cuestas y escalones arrastrando las maletas, abriéndose paso por las estrechas calles entre grupos de personas detenidos frente a los escaparates o las mercancías expuestas en las aceras de los comercios. Olía a colonia y crema solar.
Congestionados por el calor y el ejercicio llegaron al fin a una carretera y a pocos metros, en una rotonda, pudieron ver un par de taxis estacionados.
El trayecto hasta el bed & breakfast discurría por una estrecha y serpenteante carretera de montaña al borde del mar. Sergio miraba por la ventanilla bajada del automóvil y Lidia se relajó hundiéndose en el asiento. No hacía ni veinticuatro horas que el avión desde Madrid les había dejado en Nápoles, donde habían pasado la noche en el Hotel Miramare. Avión, barco y ahora coche. Sergio se había ocupado de todo lo concerniente al viaje y se trataba de unos días de descanso. Pronto se instalarían cómodamente, pensó. De momento, el tráfico era intenso y los coches aparcados en los bordes de la carretera ocasionaban atascos frecuentes. Los bocinazos con los que los conductores se imprecaban o avisaban unos a otros sonaban sin parar y los autobuses se enzarzaban en complicadas maniobras al borde de los acantilados. Uno de esos atascos tuvo lugar al atravesar el puente del Fiordo de Furore, una grieta en la montaña invadida por una lengua de agua. Sergio sacó la cabeza por la ventanilla para ver mejor la estrecha playa encajada entre las dos paredes rocosas. Allí, abajo, la algarabía de niños y familias napolitanas disfrutaba de un día de verano.
Unos veinte minutos después de haber salido de Positano, el taxi se detuvo en medio de la carretera. El motor del coche, al apagarse, les dejó en silencio y confusos. No había ningún tipo de construcción hotelera a la vista. Aparentemente estaban detenidos en medio de la nada. Viendo su desconcierto, el conductor les señaló un letrero a pocos metros. Era un cartel escrito a mano sujeto entre unas rocas: B&B Da Claudio.
Sacaron las maletas del portaequipajes y Sergio pagó al conductor. Si bien él hubiera preferido esperar al próximo ferry solo por economizar, ahora sin embargo se sintió inclinado a dejarle una abundante propina. El taxi se alejó sumiéndoles en el silencio de la carretera. Hacia arriba se alzaba la escarpada montaña y hacia abajo las rocas caían al mar. El agua podía verse a lo lejos, a un lado, pero era tan silenciosa como los arbustos quemados por el sol al otro lado, arriba. No se escuchaba sonido ninguno, ni grillos ni perros lejanos, ni motores ni nada. A lo lejos se veía una gasolinera. El letrero en efecto ponía el nombre que estaban buscando y hacia él avanzaron.
Se trataba de una pequeña construcción encajada en la montaña. Resultaba imposible imaginarse que aquello pudiera albergar el mínimo acomodo turístico. Llamaron a la puerta. Un hombre mayor curtido por el sol, canoso y con el pecho al descubierto les recibió y entonces supieron que no se habían equivocado. Hablaba un dialecto napolitano difícil de entender, pero el caso es que él era Claudio y habían llegado. Adondequiera que estuvieran yendo, bromeó el hombre, habían llegado.