Foto (CC) alfonso_fontan
Este texto es un extracto de Paisaje con reptiles, de Pilar Pedraza. (LCL)
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2
Envuelta en una nube de niños que charlaban, reían y me tocaban, me encaminé hacia la parte meridional de la ciudad, cerca de las murallas, en busca de una plazuela que me había llamado la atención días atrás. Era muy recoleta, casi un patio. El enjalbegado no blanqueaba sólo las fachadas sino también el suelo de guijarros, de modo que me parecía estar en la ciudad de azúcar de los cuentos. No era una sensación desagradable pero tampoco tranquilizadora: toda golosina supone una boca que engulle y unos dientes que trituran.
Me senté en el brocal de una fuente seca, dispuesta a dibujar una de las casas, un edificio giboso y ciego unido al contiguo por el arco de un túnel. El único adorno de la fachada era una banda de arquitos azules que aliviaban su austeridad.
Los niños se acomodaron a mi alrededor como para recibir una lección, unos en cuclillas y otros sentados con las piernas cruzadas, dirigiéndome negras miradas atentas. Entre ellos reconocí a la cojita Amara y la chica del vestido rojo, la que se llamaba Sefira. Esta última me gustaba de un modo especial. Además de su belleza severa y hermética, casta como la de un ídolo, tenía algo que la hacía diferente de las demás muchachas. También yo a su edad había sido distinta, aunque no del mismo modo. Mi rareza era fruto de la soledad y la lectura precoz de libros de la biblioteca de mi abuelo. No siempre los entendía, pero su veneno resbalaba hacia el interior de mi espíritu sin encontrar obstáculos, provocándome una embriaguez que me hizo ver doble cualquier objeto durante el resto de mi vida. Me preguntaba cuál sería la causa de que aquella virgen remota estuviera al margen y a la vez en un centro preciso del mundo como la imagen de un altar. La soledad, pudiera ser; la lectura de los clásicos modernos, era improbable. Lo cierto es que a su alrededor parecía haber un halo que la mantenía aparte.
Cuando llevaba un buen rato dibujando la casa, salió de sus fauces una anciana de aspecto huraño que se puso a mi lado en jarras y miró el dibujo atentamente.
—Será difícil hacer eso —dijo. En su tono había una hostilidad mal disimulada por una sonrisa hipócrita.
—No, no es difícil. Sobre todo una casa tan bonita como la suya —repliqué, echando mano de los recursos más burdos de la diplomacia para que me dejara en paz.
Con la boca desdentada muy abierta y haciéndose pantalla con la mano sobre los ojos aunque tenía el sol a las espaldas, la mujer contempló su propia casa como si la viera por primera vez en su vida, y, finalmente, sentenció:
—No es hermosa. Es muy vieja.
Los niños me miraron conteniendo la respiración. Sin duda esperaban de mí una réplica brillante que les permitiera comprender mi entusiasmo, tan misterioso para ellos como para la arpía.
—Tiene usted razón: es antigua, pero a mí me gusta —me limité a decir. Me sentía idiota, como suele ocurrirles a los extranjeros en coloquio con los indígenas, e incapaz de explicar al auditorio los encantos de lo pintoresco.
La mujer remoloneaba como si deseara algo que no se atrevía a pedir. Obedeciendo a una inspiración fulgurante, como cuando pinté los labios a Amara, arranqué el dibujo del cuaderno y se lo tendí.
—Tome. Si le gusta, quédeselo como recuerdo.
La vieja lo cogió o, mejor dicho, me lo arrebató, se escurrió como una lagartija hacia el interior de la vivienda y cerró de un portazo que hizo estallar las risas de los niños.
—Ha recuperado su casa —explicó Sefira—. Temía que entraras en ella cuando quisieras, ahora que tenías su retrato.
—¿Tú crees que con un garabato como ése se puede entrar en algún sitio? —repliqué, dando a entender que era capaz de hacer cosas mucho más importantes.
—Hay que saber usarlo.
—¿Ella sabe?
—¿Esa? No, esa qué va a saber. Pero teme que otros lo hagan. Lo guardará donde nadie lo encuentre. Si por ella fuera, lo destruiría, pero no lo hará por miedo a dañar la casa.
Por el tono autosuficiente de su voz estaba claro que se incluía a sí misma en el grupo de los capaces de utilizar aquel tipo de cosas para ciertos fines, pero no parecía dispuesta a dar más explicaciones, porque desvió la cabeza hacia otro lado. Algo había llamado su atención, intensa y movediza como la de los gatos.
—Bien, ahora te toca a ti. Voy a hacerte un retrato —dije a la cojita, que había seguido mi breve diálogo con Sefira Toussaint con gran interés.
—¿A mí? —preguntó, señalándose el pecho con el índice y frunciendo las cejas hasta hacerlas juntarse sobre la nariz. La luz de una alegría perpleja centelleaba en sus ojos. Provocar aquel fulgor me llenó del orgullo del hada madrina ante la gratitud de los beneficiarios de su magia.
—¿No quieres?
Amara asintió, muy seria, y se echó a temblar cuando le hice colocarse frente a mí. La pobre niña, que nunca se había encontrado en un trance semejante, no sabía qué cara poner. Acabó haciendo muecas involuntarias que subrayaban el profundo encanto de su fealdad.
Según recreaba su rostro en el papel, advertía en su expresión una pesada carga de amor – ¿hacia quién, hacia mí?–, patético como el de una perra. Nunca me habían gustado los perros ni la calidad babosa y jadeante de sus afectos, pero del mismo modo que no habría rechazado la ternura de un chucho destinado a morir en un laboratorio con las tripas fuera o que hubiera sido abandonado en el asfalto, no desdeñaba la pasión que leía en la mirada diáfana de aquella criatura.
Pronto tuve dibujados los dos ojos. Atrapados. Me miraban muy negros desde la blancura del papel. Parecían haber cobrado vida mientras los auténticos se apagaban un tanto, como si el hecho de ser copiados hubiese dañado su luz, hasta el punto de que la modelo se los restregó con los sucios puños. Por primera vez en mucho tiempo sentí el poder, la magia de mi arte y entendí las razones que habían inducido a la vieja a rescatar la imagen de su casa y ponerla a buen recaudo.
Mientras la niña se frotaba los párpados un poco hinchados con la punta de los dedos, Sefira Toussaint aplaudió riendo sin alegría, quizá con una pizca de ferocidad, y se besó las yemas de los dedos, ademán que no supe interpretar. La cojita Amara miró a su vez a Sefira en silencio. Tuve la impresión de estar asistiendo a un duelo desigual, episodio de una tragedia que había comenzado para mí en la playa cuando el martirio de las tortugas, pero que era sin duda más antigua. Estaba claro que aquellas dos se odiaban. «Rivalidades de mocosas», me dije, encogiéndome de hombros.
Hice una pausa para encender un cigarrillo. Mis espectadores más pequeños rieron y me imitaron con muecas y gestos melindrosos. Amara no relajó su actitud de pose. Permanecía muy quieta, sin mover un músculo: era la modelo perfecta, como las muñecas y las muertas. Ahora que, por culpa de la otra, se había apagado la alegría que la había iluminado, la impasibilidad de su máscara no le impedía parecer la viva estampa del desconsuelo. «Es demasiado joven para ser infeliz» me dije; pero enseguida, al recordarme a mí misma a sus años, comprendí cómo podía sentirse, fuera cual fuera la causa: perdida de día y de noche en un océano que solo ofrecía islas diminutas donde reposar unos instantes. Cuando estaban a punto de abandonar la infancia como le ocurría a aquella, los niños solían pasarlo muy mal.
Tras encajar con carboncillos la nariz y la boca de la pequeña, rodeé la frente con trazos fuertes e irregulares tratando de reducir a la disciplina de la línea su cabellera crespa, en la que una cinta roja establecía un orden precario. La chiquillería seguía las evoluciones del lápiz y comentaba en susurros el parecido. Sefira Toussaint, que se había situado a mi espalda, acercó un dedo aceitunado al dibujo y señaló sin tocarla –salvo con las cuentas de un amuleto de carey que llevaba en torno a la muñeca– la línea de la mandíbula.
—Esto no es así —dijo, muy segura de sí misma. Tenía razón. Rectifiqué la curva, suavizándola.
—Ahora está mejor —aprobó, solemne. Aquella aguda sensibilidad para la imitación me pareció sorprendente en una criatura semisalvaje. Aún no sabía yo que la joven era heredera de una estirpe de dueñas del mar y aprendiza de un arte aun más exigente que el mío en sus relaciones con la naturaleza. No iba a tardar en comprobar hasta qué punto teníamos en común la necesidad de observar y combinar, y de hacerlo con la razón bien despierta si no queríamos producir monstruos –o, igualmente, si queríamos producirlos.
Cuando hube acabado y enseñé a Amara su retrato, la pequeña se maravilló. «Es como cuando me miro al espejo», dijo en un susurro. Sin embargo, era difícil imaginarla desdoblada, a no ser en el agua de un pozo o de una alberca. Cuando le di el dibujo como había hecho con la vieja de la casa de enfrente, abrió mucho los ojos y preguntó si de verdad era para ella. Sefira Toussaint gruño:
—Venga, tonta, cógelo de una vez y no des más la lata.
Lo cogió, me besó furtivamente en la mejilla y se puso a saltar con su pata coja, y a gritar que era suyo, coreada por los demás niños. Pero su alegría no duró mucho. Sefira se lo arrebató y, agitándolo sobre su propia cabeza como un trofeo, echó a correr. El enjambre de niños voló tras ellas. La plaza quedó vacía, silenciosa. Al levantarme, algo cayó de mi regazo: la pulsera de cuentas de Sefira. Se habría deslizado de su delgada muñeca, pensé. Como no podía devolvérsela, me la guardé en el bolso. Por un momento, mientras la tuve entre los dedos, me creí en la playa de las tortugas, amenazada por olas que, sin dejar de ser líquidas, eran duras, de hielo azul y malva en el calor del mediodía. Fue una visión o sensación fugaz, como un destello en el agua.
De regreso hacia el hotel, encontré de nuevo a Amara. Estaba en cuclillas en el umbral de una casa, quizá la suya, absorta en el juego de dispersar con una ramita a unas hormigas que arrastraban una cucaracha muerta. Me detuve a su lado.
—¿No has podido recuperar el retrato? —pregunté, agachándome frente a ella.
Levantó unos ojos graves y se encogió de hombros, pero su gesto no expresaba indiferencia sino un desaliento inerte, espeso como un coágulo. De nuevo me sorprendió que tanta tristeza pudiera caber en un corazón tan pequeño. Le dije que no se preocupara, que le haría otro dibujo. Asintió en silencio y luego, levantándose súbitamente, desapareció en la penumbra del portal. Ya no había en ella amor de perro sino una especie de rencor, que contrastaba con la ternura que me había demostrado a lo largo del día. Y aunque yo no tenía conciencia de haberme portado mal con ella, cuando reemprendí mi camino no pude librarme de la impresión de haber cometido un error muy grave, algo irremediable que me atormentaba precisamente por no saber en qué consistía. Era una sensación tan molesta como la de tener una palabra en la punta de la lengua y no poder recordarla.
Una gota de lluvia se aplastó contra mi rostro con la violencia de un salivazo. Por el lado de las montañas el viento arrastraba nubes espesas, movedizas, y las agrupaba rápidamente sobre mi cabeza. Las que surgían tras el volcán emitían claridades súbitas, cuyo estruendo llegaba cada vez con intervalos menores.
La voz de Sugar y el brillo de sus blancos dientes me sobresaltaron. Salía de las sombras sonriendo con la servicial indiferencia de costumbre.
—He venido a la ciudad a hacer un recado y ahora vuelvo al hotel. Puedo llevarla, si quiere—dijo sin mirarme.
No era la primera vez que aparecía ante mí como el genio de la lámpara cuando le necesitaba. Tenía ese don. Apenas hubimos cerrado las portezuelas del coche, la tormenta empezó a descargar, limpiando el polvo amarillo y los insectos muertos que se habían acumulado en el parabrisas.
—¿Han regresado ya de la plataforma los ingenieros? —pregunté.
—No, señora. Tendrán que esperar a que amaine. El mar está demasiado revuelto para las motoras. Pero no se preocupe: en esta época del año las tormentas no duran nada.
Paisaje con reptiles
Pilar Pedraza
Ed: LCL