Foto (CC) Álvaro Minguito
Este texto es un extracto de La vida es dura, de Andreu Martín
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(Indignación)
KATE BARKER (Shelley Winters): Vivimos en un país libre, pero si no eres rico no eres libre, y yo voy a ser la mujer más libre de este país. (De la película BLOODY MAMA, “Mamá sangrienta”, escrita y dirigida por Roger Corman.)
1
Un día demasiado soleado, con copas de árboles demasiado verdes y cielo demasiado azul, como sarcásticas invitaciones a ser feliz.
Un clima inoportuno.
«Si no pagas lo que debes
te quemamos el Mercedes!»
Cansado de mirar el rótulo de esa empresa que un día dije mía, somos una gran familia y demás, desvío la vista hacia un lado y otro de la calle.
Cantamos el sonsonete machacón, todos a coro, los treinta a coro, a la sombra de la gran pancarta que proclama CHARLY RIGAT ESTAFADOR.
Masco chicle.
«Si no pagas lo que debes
te quemamos el Mercedes!»
No volveremos a ver jamás el famoso Mercedes blanco de don Cristóbal.
Los gritos se vuelven absurdos.
Cecilia se ha hecho su propia pancarta escribiendo con rotulador grueso y letra de palo en un cartón mal recortado «Nos deben cuatro, cinco, seis, siete, ocho meses de sueldo». Ha dejado sitio para continuar poniendo números y tachando el anterior. Según esa pancarta, podemos llegar aún hasta los quince meses como mínimo.
La gente nos mira como si nos hubiéramos vuelto locos.
«Si no pagas lo que debes
te quemamos el Mercedes!»
Estoy harto de estar aquí, me duelen los pies, me siento muy estúpido, me impaciento. Necesito partirle la cara a alguien.
Por primera vez, me pregunto qué haría el Serio en mi lugar.
Me recreo en el recuerdo del Serio, con el cabello largo y alborotado, siempre fijándose en todo, como un búho, buscándose la vida, peleando a puñetazos o a cabezazos, nunca se echó atrás.
Gritamos y gritamos tonterías, y los coches pasan de largo y la policía no cree necesario venir a llamarnos la atención porque somos cuatro gatos y no damos miedo a nadie.
Apenas una treintena de pringados desanimados.
Una ridiculez.
Le digo a Calatrava, el electricista:
—No le vamos a quemar el Mercedes.
—¿Qué?
—Que no vamos a quemar ese Mercedes. No se lo quemaríamos ni aunque lo tuviéramos ahí al lado, empapado en gasolina y nos dieran una antorcha encendida.
Lo digo con asco.
El cielo es demasiado azul y en alguna parte alguien está riendo, levantando una copa de champán, disfrutando de la vida.
Los árboles son demasiado verdes y ahora mismo, en alguna parte del mundo, alguna pareja se está echando un polvo glorioso.
«Si no pagas lo que debes
te quemamos el Mercedes!»
No es verdad.
El día es demasiado soleado para mis pensamientos negros y mi vida oscura.
Necesito partirle la cara a alguien.
Serio.
San Serio, ruego por mí. Ora pro nobis, San Serio. Ven en mi ayuda, como Spiderman.
Hijos de puta, la madre que los parió.
Me largo.
Calatrava me llama:
—¡Eh, no te vayas!
Claro que me voy.
—¿Dónde vas?
A la mierda.
Carmina, Cecilia, Robledo, Sebas y Brando, desconsolados, lamentan que yo me haya adelantado en la deserción.
Hago como han hecho ya otros derrotistas antes que yo y, cuando ellos tomen la decisión, serán como imitadores míos que se suman a la purria que boicotea la reclamación.
Si todos hiciéramos lo mismo, nunca se conseguiría nada.
Nunca se conseguirá nada.
A tomar por culo.
Me voy.
Ahí dejo a mis compañeros, delante de las persianas cerradas de la sede central de MECATECNICAR, coreando la consigna:
«Si no pagas lo que debes
te quemamos el Mercedes!»
2
Entro en el piso.
Marisa no sale a recibirme. Percibo el traqueteo sordo de la máquina de coser.
—¿Isaac? —dice desde el comedor.
—Soy yo.
De vez en cuando, me sorprendía por haber sido capaz de conseguir todo lo que he conseguido.
Este piso, estos muebles, estos electrodomésticos, el coche, ¿cómo lo has hecho?
Esta casa es tuya. Quién te lo iba a decir, quince años atrás.
La visitamos por primera vez, Marisa y yo, una mañana de primavera, poco antes de casarnos. Apenas teníamos diecinueve años. Nos pareció una maravilla.
—¿Nos lo podemos permitir? —preguntó ella.
Era un riesgo, pero yo me veía capaz de todo porque el viejo don Cristóbal me había dicho que siempre podría contar con él.
Ahora, el apartamento me parece poca cosa, un habitáculo estrecho por el que ya hace demasiados años que pagamos demasiado dinero.
Marisa está en el comedor, frente a la máquina de coser, traca-traca-traca-traca, con las gafas puestas, muy concentrada. Trabaja para una casa de modas del centro, superlujo, pero cobra una miseria.
—Creí que era Isaac. Tienes el móvil desconectado.
—Se me habrá descargado la batería.
No me importa. Lo compruebo mecánicamente. Es un modesto Samsung, de esos que, cuando menos te lo esperas, te borran todo el contenido de la agenda. Pulso el botón de encendido.
No era la batería. Simplemente es que estoy desconectándome del mundo. Estoy cortando amarras.
Marco los números de mi contraseña. En la pantalla consta que tengo cinco llamadas perdidas, cuatro de Marisa y una de Feced, el del banco.
Marisa lleva la blusa del tigre y el bambú que compramos en el mercadillo. Ropa barata, como la mía.
No se lo merece.
¿Cuántas veces he pensado que no me merecía a Marisa?
Ahora pienso que es ella quien no se merece mi derrota y mi desaliento.
Los muebles.
La ilusión de Marisa cuando los compramos, cuando los distribuimos por el reducido espacio de este piso. A mí me daba igual uno que otro, pero servían para despertar el entusiasmo de Marisa y, para mí, eso era estupendo.
El televisor y el sofá.
Empezábamos viendo una película, abrazados y, casi sin darnos cuenta, pasábamos a los tocamientos procaces y terminábamos revolcándonos por el suelo. Nunca veíamos el final de las películas.
Hace tiempo de eso.
Ahora, el televisor sólo es fuente de malas noticias, lo miramos con muecas de amargura y el sofá se ve sucio y vencido.
Y también está el cuadro del hombre de la cara amarilla que le regalé por su cumpleaños hace tanto.
La máquina de coser deja de traquetear. Sus ojos, tras las gafas, tienen una mirada intensa que habla antes de que ella diga:
—Te ha llamado el del banco. El señor Feced. Que quiere verte cuanto antes.
—¿Hoy?
—Ahora mismo, si es posible.
—¿Ahora mismo?
—Eso ha dicho. Le he dicho que no estabas. Puedes dejarlo para mañana.
—No —digo.
Cuanto antes acabemos, mejor.
Entro en el dormitorio. Todo se ha vuelto aburrido. La máquina de coser, en la sala, no vuelve a funcionar.
Me quito la camisa de mercadillo. Me miro en el espejo del armario y me digo que todavía soy joven, que esto no puede acabar aquí.
—Isaac no ha llamado ni ha dicho nada —me comunica Marisa desde el comedor—. Desde anteayer que no sabemos nada de él.
Se refleja en el espejo, enmarcada por la puerta. Se estruja las manos. Las gafas vuelven líquida su preocupación.
—¿Has llamado a ese amigo suyo…?
—Lorenzo, sí. Tampoco saben nada de él. ¿No tendríamos que llamar a la policía?
Descuelgo de la percha mi mejor camisa, la de gemelos, que me compré para la boda de mi hermana. Me la pongo.
—No es la primera vez que se pierde unos días.
—Pero nunca faltó a clase. Hoy no ha ido a clase.
—Para lo que estudia.
Elijo la corbata blanca y negra. Mientras me hago el nudo, pruebo inútilmente de mirarme con ojos de rico.
—Lo van a echar.
—Y lo pondré a trabajar, que es lo que necesitamos.
—¿No te preocupa? ¿De verdad?
—Claro que me preocupa, Marisa. Me preocupa todo, pero no puedo hacer nada. No puedo hacer nada.
Marisa calla porque ella tampoco puede hacer más que lo que está haciendo.
Se va de mi vista. No creo que llore. Ya hemos pasado los dos a la siguiente fase.
Me quito los vaqueros.
Me pongo los pantalones del traje de confección que compramos hace dos o tres años en unos grandes almacenes. El cinturón negro con que lo ciño está hecho trizas, pero no tengo otro. Confío que no se note mucho.
Abro y cierro cajones con mucho cuidado de no dar tirones ni golpes bruscos. Me contengo, con la intuición de que estoy a punto de explotar.
Me pongo calcetines negros y los mocasines nuevos, relucientes aún de la última vez que los cepillé.
Descuelgo la americana del traje y me la pongo.
Vuelvo al comedor.
Ya no sé qué decirle a Marisa y ella no sabe qué decirme a mí. Los dos nos tememos lo peor.
—¿Qué crees que te dirán?
—Que se acabó.
—No pueden echarnos de casa. Nos resistiremos. Nada de todo esto es culpa nuestra.
—Se lo diré al señor Feced. A ver si lo convenzo.
Se muerde los labios y pestañea. Conforme.
—Telefonearé a los hospitales. Para preguntar por Isaac. Me haré una lista e iré telefoneando.
Me acerco a ella. Le pongo la mano en la nuca y la retengo en un beso que trata de comunicarle cuánto la quiero.
Aunque eso no sirva de nada.
—Estás guapo —me dice con su sonrisa de piropeadora tímida.
Salgo. Estoy deseando desaparecer de aquí.
Estoy deseando desaparecer.
3
Feced es un hombre blando y maleable, de plastilina, capaz de adoptar mil formas distintas, que se enmascara con sonrisas y guiños ajenos, aprendidos en sucesivos cursillos promovidos por su entidad financiera.
Viste según el gusto de su esposa, luce reloj de oro para impresionar a los clientes y enseña los dientes como mandan los anuncios de dentífricos.
Me tiende la mano sin convicción y no estrecha la mía con fuerza porque no debe considerar conveniente hacer alarde de todo su poder en estos momentos. Se limita a abandonarla entre mis dedos, desanimada, y la retira para mostrarme dónde me permite sentarme.
Él corre a refugiarse detrás de su escritorio.
Y sonríe, sonríe, sonríe y sonríe.
Yo me limito a mirarlo. No sonrío.
—Bueno, ya se puede imaginar lo que tengo que decirle. Las cosas se han puesto muy feas para todos.
Le partiría la cara.
—Para su empresa y para el señor Rigat, ya lo sabemos, pero también para los bancos, con esta crisis galopante que nos agobia.
Me ofende que diga «esta crisis galopante que nos agobia». Me parece una burla, una frivolidad.
Aprieto los labios dispuesto a encajar lo que sea.
—Se le han acumulado a usted seis meses de impago de la hipoteca. Ya ha superado con creces nuestro límite. Le hemos enviado cuatro requerimientos, uno en abril, dos en mayo y otro hace unos pocos días y usted no ha contestado a ninguno…
—Sí. Contesté al primero —replico, para ser exacto—. Aquí. Personalmente, en este despacho.
Vine a verle y le pegué cuatro gritos. Le dije que hablase con la empresa MECATECNICAR, mi avalador, que era el delincuente. Me dijo que la empresa nunca me había avalado, que el único que respondía por mí era don Cristóbal Rigat, y ahora don Cristóbal Rigat estaba muerto y su hijo, su familia y su empresa se lavaban las manos de todo. Hice una pelota con su requerimiento, se la tiré a la cara y lo envié a tomar por culo.
No habíamos hablado desde entonces.
Ahora, el melifluo señor Feced se está tomando la revancha. Cuidado que no le parta la cara.
Sonríe para darme a entender que mi respuesta al primer requerimiento no sirve.
—Piense —me hace notar— que hace seis meses que, según la normativa del Banco de España, tenemos que provisionar en nuestra cuenta los resultados de su deuda, o sea, que no podemos negociar con ese dinero, lo que representa un serio problema para nosotros.
—¿Un problema de cuánto? ¿Cuánto les debo?
—Usted sabe que el piso fue tasado en un valor muy superior al que tiene ahora…
—Ustedes lo tasaron.
—Y debemos añadir las cuotas del crédito que nos pidió desde que quebró su empresa…
Mi empresa. Sí, a veces yo hablaba de MECATECNICAR como si fuera mi empresa. «En mi empresa hacemos esto, en mi empresa lo solucionamos de esta manera.» Qué estúpido. ¿Mi empresa?
Bueno, sí: si se hunde mi empresa, es lógico que sea yo quien pague el pato.
Entretanto, Charly Rigat continúa yendo de un lado para otro con el Mercedes blanco de su abuelo.
«Si no pagas lo que debes,
te quemamos tu Mercedes.»
Miro la mesa de Feced, sus blancas manos con alianza de oro, una hoja de agenda extendida sobre el portafolios y cubierta de compromisos y tachaduras, la fotografía familiar estratégicamente colocada para que el visitante sepa que está casado con una mujer hermosa y que ha follado con ella lo suficiente como para haber tenido tres hermosos hijos. Todos sonrientes, la madre que los parió.
—Ahora, le he llamado para avisarle de que ya vamos a solicitar al juez que active las garantías que firmó usted ante notario el día que nos suscribió la hipoteca.
Levanto la vista para mirarle a los ojos.
Nunca he visto a una persona tan satisfecha de sí misma. Orgulloso de su coraje en el cumplimiento del deber.
—Eso significa que el señor juez va a fijar una fecha para la subasta de su vivienda.
Trago saliva. Me estoy poniendo enfermo.
—En todos nuestros comunicados, le hemos propuesto a usted que refinanciara su hipoteca, o que se tomara un período de carencia, pero usted no ha hecho ningún caso. Y, dado que no tiene un avalador solvente, con esa empresa que ha quebrado y todos los problemas que han venido luego…
Me pongo en pie.
Él se asusta un poco. Tal vez he sido un poco brusco.
Hace un terrible esfuerzo por continuar sonriendo.
Sonriendo. A pesar de todo lo que me está diciendo, se esfuerza en sonreír. Se lo está pasando la mar de bien.
—Bueno, ya se sabe —añade en un tono casi festivo—. Las crisis no son malas en sí mismas. Potencian los recursos del hombre. Seguro que usted será capaz de sacar fuerzas de flaqueza.
Sacar fuerzas de flaqueza. Otra frase hecha. Otra frivolidad. Y las crisis no son malas.
—Mira, Feced —le interrumpo—. Yo no he creado ninguna crisis. Llevo catorce años trabajando en esa empresa…
—No, si ya lo sé… —murmura Feced incómodo.
—… Nadie ha tenido nunca ninguna queja de mí…
—Si ya lo sé —repite con mucha paciencia.
—Ahora, cállate, que yo te he dejado hablar. Si me compré el piso fue porque el señor Rigat me lo aconsejó…
—Si ya lo sé… —va repitiendo Feced, cada vez más impaciente.
Ahora, es él quien no sabe dónde mirar.
—Que te calles, idiota.
—Oiga, oiga…
—Esta crisis no me la he inventado yo, ¿sabes? Se la ha inventado un banquero como tú, un sinvergüenza americano que estafó a todos los bancos del mundo y que se ha ido tan campante con no sé cuántos millones en el bolsillo. Y el que ha pegado un desfalco, y ha hecho una quiebra fraudulenta y no pagaba mi seguridad social, era el hijoputa de Charly Rigat, que también se librará de ésta sin problemas, paseándose por ahí con su puto Mercedes blanco.
Me interrumpe el tono de mi móvil.
Me quedo boquiabierto, temblándome la mandíbula, y mis dedos temblorosos buscan el móvil.
Es un mensaje de Marisa.
Leo: «Isaac en hospital clínico. Ve corriendo».
Fijo la mirada en las pupilas aterrorizadas de Feced. Su sonrisa es ahora una mueca patética.
Me dice:
—Lo sé. La vida es dura.
Le suelto con rabia:
—No tienes ni puta idea de lo dura que puede llegar a ser. No tienes ni puta idea.
Salgo disparado de su despacho.
La vida es dura
Andreu Martín