Foto (CC) Vicente Villamón
Este texto es un extracto de #Despacio, de Remedios Zafra. (Caballo de Troya)
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1 _el cartel
(mi lugar preferido)
A eso que está al otro lado de este cartel lo llamamos: el otro lado. A lo que está más cerca, lo llamamos Aquí. Y no, no existe la posibilidad de que todo sea una alucinación de quienes queremos irnos.
Este cartel existe y es mi lugar favorito Aquí. Se trata de un cartel azul con letras blancas. Está a las afueras y dice el cartel: Allí, 538 Kilómetros. Es rectangular como la pared de una casa, como un lugar que dispone de suelo y techo, donde sentirse seguro; proviene de la familia de las señales de tráfico y está hecho como ellas de acero galvanizado y de aluminio; pintado
«Allí» en blanco metalizado y el fondo con aerosol de color azul cobalto; sujetado por dos postes y semiescondido en primavera por el follaje de los árboles altos.
A pesar de su tangibilidad, ese lugar al que me refiero es para mí más profundo que algunos pensamientos y sensaciones con los que muchos se emocionan y enrojecen sus ojos. Hasta ahora, he ocultado como algo íntimo esta preferencia porque mucha gente de Aquí piensa que las afueras son uno de esos límites que te permiten diferenciar de qué lado de la vida te encuentras y lo que pone en ese cartel apunta al otro lado.
Yo soy inofensiva, lo he sido hasta ahora, pero puedo hacer daño con este tipo de afirmaciones. Y sé que a algunos les dolería escucharlo, que ya no quiero estar Aquí, que me gusta ese lugar porque pone Allí. Esa palabra en letra Arial que protagoniza este cartel: Allí, mi lugar favorito Aquí.
He visto en otras partes señales parecidas, a veces icónicas o con otros mensajes similares: «Madrid», «Barcelona», «prudencia», «aviso», informando de ciudades y distancias, o de cosas que bordean las autovías y las carreteras, el plus ultra del arcén, donde igual podría haber tierra que decorado. Yendo por el camino y a la velocidad establecida a nadie se le ocurre frenar y salir para comprobarlo. Pero lo que pone en esa señal que me gusta sí que existe. «Allí» está al final de esa autovía, justo a quinientos treinta y ocho kilómetros de ese cartel.
Desde hace tiempo quiero marcharme Allí. No piensen por ello que perdí el aprecio por este lugar donde vivo. Que lo mantenga es perfectamente compatible con mi deseo. Este lugar está cargado de recuerdos y personas que me importan y —suavemente— atan Aquí algo mío, pero no lo suficiente como para resignarme a habitarlo toda la vida. Además, creo que el cariño es la peor medicina para lo que a mí me pasa. Ahora es mejor querer de lejos.
Querer de cerca Aquí te convierte cuando menos lo esperas en una foto del mueble bar, en un genérico, aniquilando toda posibilidad de diferir saliéndote de los estantes. Querer de cerca te convierte en esas fotos que la tía abuela tiene en su casa, narrando la repetición de los hitos vitales de la familia (una nueva criatura, una alianza, un rito religioso; una nueva criatura, una alianza, un rito religioso…). Y no me refiero solamente a las fotos amarillentas y coloreadas de nuestros bautizos, comuniones y bodas, con nosotros como protagonistas, sino a las fotos que por defecto vienen en los marquitos que le regalamos o que ella compra en las tiendas de chinos; esos donde aparece: una familia feliz, una mujer rubia, un paisaje de montañas, el rostro de un niño. Fotos que la tía no se molesta en quitar para poner las nuestras porque piensa que, de alguna manera, en ellas ya estamos. Nadie conoce a los protagonistas de esas imágenes, porque no importan sus nombres ni quiénes sean realmente. Ellos sólo son los arquetipos de los familiares que la tía tiene en mente. Aquellos con los que esas personas desconocidas y sonrientes tienen, según ella, algo que ver. Aunque el parecido sea advertido exclusivamente por la tía que en su cabeza reparte a unos y otros en grupos de acontecimientos familiares y en estantes de sobrinos, nietos y primos en función de criterios como el color del pelo o la forma de la cara. Configura así su peculiar altar de fotos que no son nuestras pero donde piensa en nosotros. Yo reposo en algunas de esas fotos, en algún marco de los genéricos, concretamente en el de las mujeres sin más atributo que ser jóvenes y tener el pelo castaño.
A menudo estas fotos se me asemejan a las pequeñas velas rojas que ancianas como la tía ponen en las capillas para pedir por todos los que les importan. Sí, ya sé que entre esas luces que aluden a un conjunto de personas y deseos, también hay algunas, las más intensas, encendidas una y otra vez como luces perpetuas, para pedir por personas que sufren, justo cuando descubrimos de ellas que son irreemplazables o cuando amenaza la posibilidad de pérdida o de uno de esos cambios que Aquí se viven como una pérdida.
Hace poco que mamá encendió una de esas velas para mí. Sé que lo ha hecho porque quiero irme. Y quiero irme porque pienso que Allí las cosas pueden ser diferentes. Sobre todo porque Allí tal vez pueda encontrar un trabajo que me permita salir de esos marcos con foto y disponer de tiempo para mis imágenes y vínculos propios, incluso para teñirme el pelo. Un trabajo que me permita venir Aquí de visita. A ser posible un trabajo de lo mío, lo que sea que mis grados y másters puedan traducirse en un trabajo determinado. Un trabajo que en todo caso me deje tiempo para salir por las tardes a pasear por ese lugar abrumador llamado Allí, a ver las avenidas llenas de gente, parando en los semáforos para observar a las personas que cruzan, sus pieles distintas mientras caminan y se rozan las manos, su aspecto diferente y sus sueños hilvanados a las camisetas, como los míos, dejándolos ver; y sentarme en algún café del centro o con seguridad visitar los sitios que Aquí no encuentro; y, en el trayecto, de nuevo mirar a la gente por la calle, como una masa acompasada y viva hecha de individuos que se pintan la cara y el cuerpo, queriendo vivir juntos pero separados, diferenciándose entre sí. Me gusta eso porque siento que Aquí todos somos muy parecidos.
Pero les mentiría si no reconociera que especialmente quiero irme por esta insoportable ansiedad que siento, una constante que se me ha alojado en el estómago y que se empeña en decidir por mí. Intento describirla y siento que está hecha de una creciente maraña de frustración, a partes iguales, o acaso en la misma parte, con otra de deseos.
Con una lista como ésta no se puede elegir una sola razón. Todas se amontonan y entrelazan con la televisión, mi currículum, Wall Street, los cumpleaños contados en décadas, el Red Bull, la red, mi cuenta bancaria, las oposiciones, mi tarjeta del paro, Twitter, los marquitos de las fotos…
El tiempo no ha pasado en balde y todo se ha ido precipitando, sí, muy deprisa, o quizá he sido yo, cada día más acelerada, sí, seguramente he sido yo. Impacientada por todo, como si llegara tarde antes de saber adónde; mirando a mi alrededor como quien lo sobrevuela, muy rápido, como si del mundo sólo viera los tags que se hacen trending topics, el titular del texto, la contraportada, el post, lo epidérmico de los estratos, la frase hecha, la ausencia, lo que me faltaba, el pánico a que nada llegue, a esperar y… ni un mísero: «I like it».
Incapaz de leer una página entera, de concentrarme en una única cosa, de vivir sin acudir a una agenda de prosaicas tareas cotidianas que, como efecto de su rutina, me dejan en el mismo estado de partida, equivocando siempre las preguntas, manteniéndome en esa nada que me hace conservar intacta, cada día, la distancia con lo que quiero.
Obsesionada con llamadas y mensajes que no me llegan. Como si hubiera olvidado leer y ojeara las cosas mirándolas desde demasiado lejos o desde demasiado cerca, incapaz de traducirlas. Como si cada día nuevo ya estuviera —antes de empezar— sentenciado como viejo. Sintiendo que la vida se me amontona, que me choco con ella allí donde miro, como esos gatos no domesticados que quieren escapar de una habitación cerrada y corren en círculo, incontenibles, golpeándose contra las paredes. Así me siento… «¿Los gatos?», los nombro y no puedo ocultar que ellos también han influido en mi decisión. Y algunas otras cosas que, en con junto y empaquetadas en mi cuerpo, con sus heridas, imágenes y sensaciones a menudo inefables, me han animado a hacer la maleta y venirme ala estación.
2_el andén
(confío en la empresa pública de ferrocarriles, en su sello de calidad y excelencia)
Desde que llegué a la estación ningún tren ha parado. Y yo quiero marcharme de Aquí. Supuse que hacerlo era cosa fácil. Lamento mi mala suerte porque muchos antes que yo lograron irse sin problema. Me indigna que esto me pase a mí. Yo, que siempre he confiado en la empresa pública de ferrocarriles, en su sello de calidad y excelencia. Quiero pensar que cumplirán su palabra, sí que lo harán. Además, tengo aquí mi billete.
En el andén hay otras muchas personas como yo. Algunas han comenzado a impacientarse y han cogido sus maletas para irse caminando. Pero mi maleta es demasiado pesada y se atasca entre la nieve. Llevo en ella todo lo que tengo porque mi intención es marcharme indefinidamente de Aquí. Además, está nevando y en la estación, al menos, tengo claro que las cosas son objetos conocidos y estables, con límites marcados y con aristas. No sé yo si lo que rodea a las vías del tren es un territorio líquido o pantanoso, algún tipo de fango, de limbo o de niebla. Por eso no pienso moverme. Espero el tren. Tiene que venir. Tengo aquí mi billete. Tal vez el siguiente.
En mi billete dice bien claro: para las 11 y 35, pero es que va con retraso. Y, sí, claro que me inquieta escuchar por megafonía, cada diez minutos, esa voz femenina que nos dice con un dulcísimo acento que el tren llegará diez minutos tarde y, amabilísima, nos pide disculpas. Da por hecho que no estamos sumando la larga lista de «diez minutos» que ya conforman más que horas y que, sin embargo, ella comienza a contar desde cada nuevo aviso. Pero ¿qué quieren que les diga?, sigo esperando. Ya sé que llevo mucho tiempo en este andén, pero no voy a abandonar ahora. Debe estar al llegar. Tiene que venir. Insisto, tengo aquí mi billete.
Los que esperamos en la estación nos hemos sobrecogido al ver aparecer una luz al fondo, un sonido limpio de máquina, mezclado con el viento. Ha surgido de pronto entre la niebla de nieve. Ha pasado muy rápido, tres o cinco segundos, no sabría decirles. Debía ser un tren de última generación, bellísimo, como una máquina del futuro, como una ráfaga de un objeto sin aristas. Ha dejado una estela de polvo de nieve tan hermosa como mágica. Una experiencia estética difícil de traducir, se lo aseguro. Tal ha sido la belleza de su halo, que al unísono, obnubilados por el contraste de la imagen, posterior al ímpetu de la máquina, todos hemos pronunciado un acompasado y espontáneo «ohhhhhhh» de admiración. La voz femenina ha sentenciado entonces: «Este tren no efectuará parada». Y consecutivamente ha repetido: «This train will not stop here».
Aún cautivados por la estela de nieve, los que aquí quedamos, hemos tardado unos segundos en percatarnos del desfase entre la voz femenina y el paso del tren. Alguien ha empezado a sospechar en voz alta que así como los trenes pasan antes que su anuncio, otros trenes hayan pasado tan rápido que no hayamos alcanzado a verlos. La sospecha se ha extendido y mientras unos agudizan sus sentidos confiando en ver nuestro tren, otros han caído a las vías impacientes, queriendo atrapar a los trenes que no efectúan parada.
Según parece, esto que nos pasa a nosotros, está pasando en todas las estaciones y nadie puede subir ni bajar porque nadie alcanza siquiera a ver cuándo paran, y si acaso paran, los velocísimos trenes. Así lo están twitteando desde todas las estaciones. Muchos insisten en que la cuestión es permanecer alerta y tener los billetes listos, que esto es cosa de tiempo y que este trocito de papel con letra impresa es nuestro contrato y nuestra mayor garantía. Quién sabe si el próximo tren sí efectuará parada o si alcanzaremos a verlo.
Entre las personas que resisten en la estación con su billete en la mano empieza a haber tensiones. Pasa además que quienes tienen un billete en clase club o preferente se han apropiado de los bancos, pues entienden que de haber comodidades deben ser para ellos, que para eso su billete ha sido más caro y así lo pone en el trocito de papel que parece ser nuestro contrato. Las tensiones claramente se están produciendo entre la gran mayoría que tenemos un billete común, básico, el más barato, clase turista. Temerosos de ser damnificados por el seguro overbooking del tren que debiera venir y a sabiendas de no disponer de ningún privilegio, muchos empujan disimuladamente para adelantar posiciones, dicen buscar a conocidos delante, o se dan codazos sin contemplaciones queriendo ocupar las primeras filas, las más cercanas al tren que debiera llegar, pero también las más peligrosas al lindar con el gran escalón que separa el andén de las vías, más inquietante cuanto más cansado está el tumulto de gente que espera.
Yo he optado por permanecer alejada de las vías. Quiero irme pero no a cualquier precio. He conseguido hacerme con unos centímetros en uno de los bancos del andén. Sólo he copiado la estrategia de otros siendo la sombra molesta de un señor con billete en clase club que, finalmente, desesperado por la tardanza o agobiado por mi excesivo roce y cercanía, ha llamado a alguien que ha venido a buscarle y ha dejado su hueco en uno de los bancos. Lo sé, he tenido muchísima suerte, es el mejor lugar, entre la máquina de refrescos y la de chocolates y patatas fritas.
Aquí sentada y contando la espera en horas que ya son días, en cierta manera, podría decirles que estoy viviendo en la estación, aunque realmente lo que hago es esperar a que pase mi tren y entretanto vivo, o malvivo, en este lugar. No puedo volver a casa porque me he ido y ésa sí ha sido mi decisión, pero tampoco sería exacto decir que ésta es ahora mi casa. El andén es un territorio intermedio, una frontera, un estar en tránsito. Lo que sí sería correcto afirmar es que «me estoy marchando de Aquí», aunque aún no haya llegado a ninguna otra parte.
Desde este banco tengo además una vista privilegiada de las nubes de nieve y polvo que dejan los trenes que no efectúan parada. Y ¿qué decirles?, cada día y cada nube son distintos y cierto que no son una razón de peso para resistir, pero entretanto para algún tren, eso y chupar wifi gratuito de la estación mientras escribo, es la única manera que tengo de pasar las horas.
He de confesarles que, puesto que yo «ya he decidido» y sólo me queda esperar, en esta peculiar situación que vivo como un interludio siento estar recuperando el tino lento necesario para volver a leer y escribir «despacio». Por ello he decidido contarles lo que está pasando, hacerlo sin prisa, en los caracteres que sean necesarios, sin que la máquina decida. Quiero contarles cómo se ve el mundo de Aquí desde este andén donde no paran los trenes. Empezaré por la «G» de «Grey» y de los «gatos».
#Despacio
Remedios Zafra
Ed: Caballo de Troya